La máscara del Capitán Elkiman

Publicado en revista Nautilus. Órgano oficial de la sociedad de capitanes de la marina mercante de Chile. Año IV Nº 37, 30 de septiembre de 1931,Valparaíso (Chile).  Redactor de esta revista: Oreste Plath.

Publicado en revista Neptuno, Cuba, vol. IX, Nº 12, diciembre 1931, s/n/p.

 

Dobrila Sady, quizás era el nombre de aquella muchacha que permanecía amarrando sus horas a la atención de esa tienda, cuyo letrero todos los días, al pasar, debía yo leer para esconder bajo una distracción una mirada. Y seguía mi camino por esa calle, con su casa de compra y venta, dos bares y una cocinería que asaltaba al transeúnte con la música estridente de una vitrola

A las cinco y media de la tarde se acentuaba el movimiento con la falange de los trabajadores de la maestranza El ancla de oro, de grandes galpones, que por el lado de la playa mostraba sus patios sembrados de cadenas, calderas, maquinarias y anclas alquitranadas y brillantes como una bota recién lustrada. Su bullicio que taladraba los oídos todo el día confundíase con el martillo por dentro de las boyas, que era como el continuo picotear de un pájaro que al venir la tarde se volaba.

Después de la rubia de la casa de artículos navales ¿quién otra que la hija del gringo de la maestranza podía llamar la atención en aquellas tres calles?

Como una niña pequeña a quien llevan todos los días a la playa, así, la muchacha iba todas las tardes a leer, sentada sobre las rocas, y a mirar como aguardando la entrada de un vapor.

Con mi libro bajo el brazo me vieron pasar muchas tardes los caminos que recorría y me invitaban a seguirla sus pasos.

Aquella tarde, la última de mi estada en aquel puertecito en donde atracaban muy, a lo lejos, los vapores de la carrera, se delineaba ante mi vista la más hermosa postal. Al fondo, se levantaba como contrafuertes, entre el cielo y el mar, los cerros nunca más oscuros y el crepúsculo que ponía sus nieblas plomizas en el paisaje, apenas dejaban ver las blancas cabras, que a millares bajaban de los cerros, como trozos de una carta que se despedaza en el camino.

Como siempre sentada en las rocas, en su inquietante espera, parecía no reparar en los contados pescadores que pasaban hacia la caleta. El viento que ascendiendo con la marea abanicaba sus cabellos que caían extendiéndose sobre sus espaldas, por sus brazos, que lucía desnudos, en donde serpenteaban sus venas en ríos de azul y verde como la tintura de los tatuajes.

Mi alegría ese día coleante como los peces de las pozas entre las rocas, hizo saltar su imagen. No sé si sería la fuerza que pone en mí la ida de las partidas, la que me dio ánimos para llegar hasta ella, olvidándome que era un joven débil y que me encontraba ahí por prescripción médica; soñaba con ser un fuerte capitán y llevar en mi barco a esta muchacha la tentación de todas las tripulaciones.

Para qué contar la conversación. Debo decir que fue pobre la charla, confesar que me traicionó este apocado carácter, que me hace reconocerme, algunas veces, fracasado para abordar conversaciones con mujeres.

¿Por qué postergué mi viaje?

Ni yo mismo lo sabría. Dudo si fue por aceptar la invitación de Cachoica, el pescador, de hacernos a la mar la noche próxima, o por reunirme al otro día con la muchacha.

Así, vi partir el vapor que me regresaría a mi pueblo llevándose toda la iluminación que ponía en la tranquila bahía y que lentamente se fue esfumando quedando sólo la impresión de las claraboyas que la lejanía del océano parecían niños que jugaban con fósforos.

Cita, entrevista inesperada, no sé por qué llegamos hasta allá; nunca habría pensado en la existencia de aquella gruta con su olor a algas y esa lluvia de chispas en su boca de túnel.

¡Qué confesión! Cómo convencerme que era casada, casada con el gringo de la maestranza de El ancla de oro, ese hombronazo que no se sacaba jamas su gorra marinera y su grueso chaleco de lana.

Y ¿cómo lo ignoraban los del pueblo? Y él besaba su boca, ese tifón de grandes bigotes circundaba aquella cintura con sus enormes brazos, tentáculos de pulpo. Quería rebelarme contra ese hombre, pero qué sería yo, sino un niño de pocos años, pegándole puntapiés a las piernas de una estatua de bronce, como lo vi en un parque de juegos infantiles.

No sé por qué pensé: si él me viera acariciándola, como me retorcería entre sus manos musculosas de marinero curtido por el viento de los océanos. Hacía frío en la caverna; la tarde había caído y la noche venía con su manto de luces blancas. Nos abrazamos como colegiales y yo prometí escribirle.

Después, aquí, los primeros días la recordé; tal vez por la aventura, los meses, más de una vez me la trajeron a mi memoria, ya que mi promesa no la realicé.

En los primeros días de este nuevo año decidí pasar mis vacaciones en aquel pueblecito. Contento la recordé; ya sabría excusarme entregando la esperanza de nuestra reconciliación a mis palabras de confianza.

Mi amigo Cachoica, el pescador, fue quien me informo que el gringo había partido con su hija a Alemania, para pasar Navidad. Pero se sabía que en los últimos días del mes o en los primeros de febrero arribarían.

Mis días de vacaciones corrían alternados con excursiones a los cerros y la pesca, hechos a la mar las más de las noches en compañia de todos aquellos pescadores que eran mis amigos.

En la oficina del Gobernador, donde se jugaba a las cartas todas las tardes, yo asomaba a las reuniones siempre que llegaban vapores, interesado por los periódicos que me conectaban con mi pueblo y muy poco terciaba en las conversaciones porque siempre crecía sesudo el comentario entre esos caballeros tan típicos.

Pero, aquella relación del naufragio, aparecida en una página del periódico, recogió esa tarde todo alegato, con sus subtítulos impresionantes.

"Dos vapores de matrícula alemana chocaron hundiéndose ambos, "Los capitanes de los dos vapores que chocaron eran hermanos". " La densa niebla dificulta el salvamento; se teme que haya muerto un centenar de pasajeros y tripulantes".

Una escena dolorosa se leía en un párrafo centrado de la página: que en la oficina de la compañia de navegación se producían escenas emocionantes a medida que llegaban personas, desde los puntos cercanos, a identificar las víctimas del naufragio. Agregaba el diario que figuraban entre los ahogados, el conocido industrial radicado en nuestro país, capitán Walterio Elkiman, el cual había sido encontrado abrazado a su hija.

No iba a ser yo quien descubriera la verdad, quien levantara la máscara en el pueblo, porque nadie me había creído.

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© SISIB - Universidad de Chile y Karen P. Müller Turina