EPOPEYA DEL “ROTO” CHILENO

Texto del Libro Autorretrato del Chile. Selección de Nicomedes Guzmán.

Empresa Editora Zig-Zag S. A., Santiago de Chile, 1957, pp. 133 a 147.

ORESTE PLATH

Oreste Plath (1907) destaca desde hace largo tiempo una tenacidad de labriego, de minero, de pescador, en la búsqueda de la esencia de lo chileno, en las costumbres, en el decir, en la leyenda, en las creencias, en las oquedades obscuras de la superstición. Tiene delante de si al pueblo y se desvive en su medio hasta dar con la veta preciosa de sus raíces anímicas. Lo trascendente de sus hallazgos lo cuenta simplemente, con experiencia periodística, con alto espíritu de síntesis, como encubriéndose en la grandeza de la verdad popular. Si no, acerquémonos a su “Baraja de Chile”. Ahora, hace un alto en la faena para conversarnos acerca del “roto”.

Nicomedes Guzmán.

 

 

EL ORIGEN DE LA PALABRA “ROTO”

El origen de la palabra “roto” es, para muchos, sinónimo de astroso, rotoso, parchado. Pero la procedencia del vocablo es muy distinta. Se sabe que se aplicó algunos años después de la Conquista, cuando los españoles viajaban al Perú casi sin vestimenta uniforme y los más vestidos iban extraña y estrafalariamente abigarrados, lo que hizo que se les denominara a estos viajeros, “rotos”, en el sentido español de la palabra, que es ir de cualquier modo. Los viajes se generalizaron y los que iban de Chile, es decir, estos personajes, pasaron a ser “rotos”, no ya por su aspecto, sino por su esfuerzo y valentía; luego se generalizó por todos los países esta denominación.

A esta palabra se la hace venir también del quichua y del araucano, pues con ella se indicaba una práctica que ejercían los peruanos y que consistía en no cortarles el pelo a los niños hasta los cinco años; esta ceremonia tenía un carácter ritual. Conjuntamente con cortarles la cabellera, se les cortaba el vello del cuerpo, ceremonia que se llamaba “rutu-chicu”.

Entre los araucanos, la práctica de la depilación se efectuaba al llegar la adolescencia, cuando el ejercicio y el adiestramiento para la guerra así lo aconsejaban. Y, andando el tiempo, esto de “rutu” vino a quedar en roto (“purutu”, poroto; “huasu”, huaso; “lazu”, lazo) y pasaría a designar al hombre del pueblo, valiente, audaz, esforzado, aventurero, altanero.

Hoy en día, para muchos, la palabra “roto” se hace representativa de innoble, deshonesto, grosero, ingrato, desleal, o del que se conduce mal.

Muchos chilenos usan la palabra “rotería” como algo propio de la grosería del “roto”, o, en otro caso, la palabra “rotada”, acusando todo esto una incomprensión del “roto”, lo que debía ser lo contrario, casi un sello de chilenidad y no de licencioso.

EL “ROTO”, HIJO DE LA SITUACIÓN GEOGRÁFICA

Para comprender al “roto” es necesario partir de su estructuración psíquica, condicionada por el medio físico. En el “roto” hay un exceso vital y por ello tiene un sentido especial de la vida y de la muerte; el “roto” confía en sí mismo y donde se encuentre hace nacer “chilecitos”. Sabe que ha sido mecido en cuna de piedra, que lo han amamantado en pechos de piedra. Asiste, después, a una escuela de agua y vive mirando hacia la altura o hacia la vastedad, desiertos y salares, o bajando a la profundidad minera.

La conformación geográfica de Chile y sus varios climas, con lo que viene a ser varios países en un país, le dan al “roto” su valor telúrico y lo hacen de conformación y estudio complejos.

El medio físico determina su influencia en la anatomía, en la fisiología y en la psicología de los individuos.

La acción ecológica (clima, altitud, productos minerales) es un agente modificador por excelencia. La ecología es la gran modeladora de este elemento racial y cultural.

El clima determina la flora, la fauna y la propia fisiología y el espíritu de este tipo de hombre.

El perfil físico de esta faja de tierra fue llamado de la desesperación y la muerte, por don Diego de Almagro. Y el poeta Ercilla consignó a esta naturaleza de lucha, así:

Nunca con tanto estorbo a los humanos
quiso impedir el paso la natura.

El paisaje se modifica, como la sociedad humana. Es innegable que se parece muy poco al medio que vio el conquistador, en sus aspectos generales. Pero el hombre se convierte en agente geográfico, o se centra a las exigencias de la geografía.

Y en lo que se refiere a las reacciones humanas, los ambientes producen adaptaciones; se entremezclan la geografía física y la geografía humana.

En la configuración geográfica de Chile, que es de lucha: una inmensa costa, una vastedad hostil, la pampa; una minería de cobre y carbón; cadenas de montañas, las más altas después del Himalaya, hacen a los hombres rudos, les añaden una carga bélica y su admiración al coraje. No es mera frase que la montaña empuja en Chile al hombre a un esfuerzo mayor.

Las varias explotaciones y faenas ofrecen distintos tipos de “rotos”, ya sea en las tierras sedientas, en las tierras productoras, en las tierras despedazadas, en las zonas boscosas, en las zonas de aguas desatadas, en las zonas cordilleranas y en las zonas heladas.

Hecho o modificado por las regiones, se habla del hombre del norte, del centro y del sur; y éstos pueden ser el pampino, el trabajador del salitre; el minero del cobre; el cabrero-minero; el peón; el gañán; el arriero; el pescador, desde el mariscador al ballenero; el marinero, desde el balsero al astillero; el ovejero y puestero.

De aquí que no exista el arquetipo étnico del “roto”. Están equivocados los que hablan del “roto” arquetipo o prototipo. Sin embargo, cualquiera de ellos representa en sí al “roto”, y éste, a su vez, a varios tipos de “rotos”, como el “roto carretero”, que viene de aquellos días cuando la carreta reemplazaba al tren transportando metales y salitre, en viajes que bien podían ser a Bolivia o a la Argentina; o cruzando las calles con las más variadas cargas, que iban desde la distribución del agua a productos de la chacarería. También pudieron ser los “rotos arrieros”, los cuales, alzados sobre las mulas, servían en la minería, en las salitreras y en la ganadería. Este era profundo conocedor de los rincones de la zona, del boquete cordillerano, desafiador del feble puente, del desfiladero, de la quebrada y de la corriente de los ríos. Era y sigue siendo un dios de los caminos, encumbrado en su mula arriando ganado o pasando un contrabando; y a veces y casi siempre es cartero, es mensajero, es el correo de los humildes, porque vive en los caminos de la solidaridad. Y seguirían el “roto cuchillero”, pero por saldar pendencias cuando se siente herido en su amor propio; el “roto niño”, el hombre lleno de simpatía, que también puede ser el “roto chorro”; el “roto marino”; el “roto milico”; el “roto pampino; el “roto minero”; el “roto carrilano”; el “roto cargador” y el “roto bandido”.

FORMACION Y ESTUDIO DEL “ROTO”

El “roto” puede ser un compuesto de progenie india, varios tipos de indios, especialmente araucanos, y tener de ellos la agilidad, la destreza, la pujanza, la que gustaba en la guerra, y esa virilidad que exhibe cantada por su enemigo en "La Araucana”.

El “roto” tiene del indio lo valeroso, lo arriesgado, lo decidido y lo leal, especialmente entre ellos.

El “roto” tiene varios puntos coincidentes. En lo que se refiere al amor, por ejemplo, los indios preferían la mujer vieja, porque hilaba mejor, o a las viudas, porque contaban con los bienes del primer marido.

Y el “roto” se abraza con más facilidad y pasión a una vieja antes que a una mujer joven y nada mal parecida.

El “roto” tiene elementos constitutivos del indio araucano invencible y del soberbio conquistador. No hay que olvidar que quinientas doncellas, indias fueron entregadas por Michimalonco a don Pedro de Valdivia y que éstas pueden haber sido las madres de los “rotos”. Y si no hubiese sido esto, tres siglos de convivencia, aunque mal avenidos, debieron producir influencias recíprocas.

Tampoco se puede olvidar que los españoles hicieron aportes que aún gravitan, como ser el juego, la bebida y la superstición. Esta triple alianza y sus situaciones dieron motivo para que el rey llamara la atención a sus capitanes. Los naipes fueron conocidos desde la época misma del Descubrimiento y Conquista. En los tiempos del gobernador don García Hurtado de Mendoza, el licenciado don Hernando de Santillán ordenaba perentoriamente: “Mando que los indios y yanaconas que fueren hallados jugando a los naipes, dados u otros juegos, por la primera vez, los pongan atados a la picota al sol con los naipes o dados al pescuezo y por la segunda vez, los tresquilen y por la tercera les den cien azotes”.

Y todos los cronistas recuerdan que los indios araucanos se jugaron a la chueca la persona y bagajes del Ilustrísimo Dr. Don Francisco José Marán, Obispo de Concepción. Y que ha habido “rotos” que se han jugado la camisa o el valor de una mina rica y después han vuelto a ella como simples trabajadores.

En lo que se refiere a la bebida, a los españoles los ponía calentones y no podía faltar el brindis a la flamenca, que era bullicioso. Los cronistas siguen afirmando que don Pedro de Valdivia recibió por esto una amonestación del rey. El brindis flamenco, tan bullanguero y novedoso, consistía en beber en cadena, con los brazos enlazados a la altura del codo, y bebiendo al “seco”, es decir, hasta secar las copas. Y este tipo de brindis está vivo en el pueblo chileno.

El español conquistador, el pueblo español, ha tenido fama de supersticioso y de inclinado a la brujería; al llegar al Mapocho, se vio supeditado por los naturales y por los machis, en lo que respecta a hechizos y bebedizos.

Después, en Chile no faltan los campos de brujerías y se habla de “tratos” con el diablo, “engendros”, “males”, desde Chiloé hasta Arica.

La Conquista, el estado de la Colonia española y hasta la misma República, fueron escenario de constante lucha; y el ambiente estuvo siempre saturado de humo de pólvora y de vapores de sangre.

Todo esto fue amasando irremisiblemente en el pueblo chileno un potencial bélico, cuyo espíritu se nota en la lucha a “corvo” pactada a muerte; en la pelea a la chilena, a chaqueta quitada y manos escupidas; en la “gracia” llamada “la pulgada de sangre”; en la canción, especialmente en la paya (los payadores chilenos eran belicosos, provocadores y agresivos); en las fiestas criollas, deportivo-sociales, las que se distinguen por su carácter de lucha; y hasta los juegos populares de los niños, son juegos de fuerza y habilidad, en los que se exaltan todas las energías vitales.

Bajo estas condiciones de lucha, de pujanza, no es errado analizar y desentrañar una herencia de energías que se manifiesta en las circunstancias solemnes. Este pueblo comprende el coraje y lo enfrenta. ¿Qué diferencia hay entre el indio araucano peleador, que succionaba el corazón de los capitanes o el de Pedro de Valdivia, con la intención, el deseo de sorber o insuflarse la valentía de ellos, y la leyenda que nos relata que después de la horrorosa muerte del comandante Manuel Thompson, en el combate del puerto de Arica, se deposito el corazón del marino en un recipiente con alcohol, pero que muy pronto quedó en “seco”, pues un arranque de devoción llevó a uno de los “rotos” marineros a bebérselo, para embriagarse en el coraje de su jefe?

En lo que se refiere al humor, a la gracia, hay una innegable proporción andaluza en el pueblo chileno, que se manifiesta en su hablar, en su manera de mirar la vida y la muerte.

Así como tiene de vicios y sacrificios españoles, también tiene de las tretas de ellos. Se cuenta que cuando don Pedro de Valdivia fue al Perú a buscar elementos y ayuda financiera, llevaba su caballo con herraduras de oro. A la bestia se le cayó una y le dijo al hombre que quiso entregársela: “Dejadla, que no la he menester”.

Esta es una treta, la primera que debía hacerse carne en el “roto”.

En el humor, en la gracia del pueblo chileno, hay una innegable levadura española, coma la hay en su espíritu de caminante. Se dice “roto pata de perro”. Este antecedente arranca desde los moros en la Península, y son los mismos que le han dado sangre y espíritu a la gitanería española. Con estos antecedentes hispánicos del chileno, se justifica su errancia, su peregrinar, su éxodo un tanto gitano.

EL “ROTO MARINO”

El chileno es marino desde que construía embarcaciones con cueros de lobo, la balsa de cueros inflados de los indios changos; es marino desde la “dalca” chilota y desde los faluchos maulinos (faluchos de Constitución), orientados por los “guanayes” ¡Flor de marinería han sido los maulinos y los chilotes!

Chiloé tuvo astilleros desde la Colonia. Y astilleros hubo en Valdivia, en Constitución y hasta en Valparaíso.

Los faluchos de Constitución son un casco de doble proa, de sesenta a doscientas toneladas de capacidad, con cubierta y escotillas, construido de madera de roble pellín y pintado al alquitrán. Su origen es normando, pero sus planos fueron modificados en la ría maulina.

Su madera es buscada en la montaña y los entendidos van plantilla en mano escogiendo el trozo que corresponda a la exacta forma.

Aquí está el secreto de su reciedumbre, la clave de su larga vida, que alcanza a los cien años. Se le apareja con un par de velas cuadras, su interior carece de acomodación, sólo llevan una cocinilla; sin instrumental, sin salvavidas. Esta embarcación hace un solo viaje largo en su vida para quedarse fondeada en el puerto de arribo, como depósito flotante; son “pontones” salitreros. Su destino es navegar siempre hacia el norte, y esto acontece porque puede ir con viento de popa, si no es llevado a remolque.

Marinos criollos fueron los de la Expedición Libertadora del Perú, empresa eminentemente chilena que señala un esfuerzo gigantesco en pro de la emancipación del continente meridional. Esta escuadra fue la más poderosa en número y elementos que había surcado los mares: cuarenta quillas y un ejército de cinco mil hombres.

Pujanza de chilenos se conoció en las dos guerras externas del siglo XIX y en la contienda civil de 1891; las tres se hicieron decisivas en el mar.

La masa de combate de 1879 era de la cría de los “pililos” por su desnudez, pero con pasta de marinos, y de ahí su paso rápido de “descamisado” a héroe inmortal de la “Esmeralda”.

Valparaíso fue el puerto más importante del Pacífico. La marina mercante dominó la costa hasta San Francisco de California y los marinos chilenos eran los tripulantes de todos los barcos. ¡Valparaíso!, o sea, PANCHO, era su San Francisco y también lo primero que avistaban los “vaporinos”: San Francisco, la iglesia en el Cerro Barón.

El chileno es marino porque tiene resistencia física, espíritu de aventura, coraje y carácter para dominar el mar. Bastaría recordar que fue marino chileno quien efectuó el salvamento de los compañeros de Shackleton, intentado antes en vano por marinos de tres naciones.

El “managuá” es el marinero raso o “vaporino”, “roto” del sur o del norte, que se siente hijo de su inmensa costa y escribirá siempre páginas de gloria sobre la mar brava, como las escribieron los conquistadores que atravesaban mares para ganar imperios.

El “guanay”, nauta maulino, llama al mar “Doña Maria”. ¿Lo “menta” así acaso porque es la Reina del Mar?

“Rotos” marinos son en Chile los constructores de faros, los que colocaron destellos en el mar, luces en los peñascos, en los islotes siniestros, obras que fueron atrevidas y difíciles; los guardafaros que viven la soledad marina; los calafates y patrones; fleteros y cargadores; y “marinos” son los que saben mucho, los astutos, los avisados, los conocidos también por “navegados”.

EL “ROTO MILICO”

El “roto” se hizo “milico” en la batalla de Yungay, el 20 de enero de 1839. Esta batalla se dio con ejércitos reclutados entre los “descamisados”, sin preparación militar, sin uniformes, a base de puro corazón. El triunfo de Yungay es el del “patipelado”, el del pueblo descalzo. Indudablemente, constituyó la exaltación del “roto”; aquí se lució, mostró sus condiciones, su fiereza para pelear; de ahí que el 20 de enero sea el día del ROTO CHILENO, en cuyo monumento se lee: “Chile agradecido de sus hijos por sus virtudes cívicas y guerreras”.

“Rotos milicos” fueron aquellos que integraron los batallones “Atacama”, “Coquimbo” y “Lautaro”. “Rotos milicos” fueron los que pelearon a “combo limpio” o a “corvo pelao”. Y “rotos milicos” son las cantineras, las vivanderas que lucharon corno hombres sin dejar de ser mujeres.

Lucharon codo a codo con los soldados, las “chinas” María Quiteria Ramírez, apodada María la Grande; Dolores Rodríguez; Leonor Solar, La Leona, cantinera del 2° de Línea, cuyo cadáver quedó mutilado en el campo de Tarapacá; Rosa González; Manuela Peña; mientras ella vestía de cantinera, su hijo Nicolás Rojas, de catorce años, terciaba el tambor; Susana Montenegro; Juana Soto; Irene Morales, verdadera Monja Alférez, que se batió en la batalla de Tacna con furia de leona, y la Sargenta Candelaria.

Y “rotos milicos” son, actualmente los que se agigantan en la Parada Militar del 19 de septiembre y “sacan pecho” y casi se “rajan” marchando para demostrar disciplina y espíritu militar.

El “congrio” quiere a su bandera, la llama “porotera”, le sustenta su heroísmo y por ella muere; el “pelao” sabe muy bien que la bandera de Chile no se rinde.

EL “ROTO PAMPINO”

Entre los consagrados a la pampa salitrera, entre los emprendedores arriesgados o dedicados a la explotación del temible desierto, están figuras como la de Diego de Almeyda, Onofre Bunster, Josué Waddington, Antonio Moreno, José Santos Ossa, Rafael Barazarte, Rodulfo A. Philippi, José Díaz Gana, Sansón Walter, Enrique Villegas y Victoriano Pig González.

Cada uno de estos personajes forman por separado la novela del desierto chileno. En agosto de 1866, don José Santos Ossa recibe la noticia de la existencia del salitre en la zona de Antofagasta, de labios de su hijo Alfredo y de los de Juan Zuleta y Martín Rojas. Y en el mismo lugar donde se descubrió el salitre se levantó la primera Oficina de esta región, la del Salar del Carmen.

La vida de cada uno de estos hombres se fugaba en partidas por el mar bravo, en la expedición minera, por la sorpresa del desierto. Playa,  pampa o cerro se surcaban o recorrían como los mejores caminos, y estos buscadores incansables fueron los que convirtieron campamentos de carretas y carpas en importantes ciudades, como Chañaral, Taltal, Cachinal y Antofagasta.

Aquí adquirieron el temple otros hombres que llegarían después a la pampa de todos los puntos de Chile; en este medio se produjeron tipos de energía como el del español don Victoriano Pig González, as del cateo del salitre y recorredor del desierto que, cogido por la cruel enfermedad de ateroma arterial, sufrió, de una en una, diecinueve amputaciones que lo dejaron convertido en busto, y llevado en pequeño coche o conducido en brazos o a lomo de mula, llegaba hasta la cumbre de los cerros para explorarlos y catearlos.

Victoriano Pig González creó la escuela de empuje y dictó el curso más formidable de donde egresarían los llamados “rotos pampinos”.

Después, los trabajadores se llamarían costreros y correctores de pampa, gente que vivía parte de su vida a horcajadas ya de la acémila o del caballo; derripiador, o sea, el peón que armado de una pesada pala actuaba en el “cachucho” de la cocción del caliche, humeante aún, para poder arrojar la borra por unas compuertas; chancheros o acendradores, cargadores de las canchas del salitre; entonces se cargaba sobre los hombros o a las espaldas.

En la época de los cantones salitreros, el “roto pampino” era el habitante del infierno, el que trabajaba en la hoguera voraz producida por el sol y la temperatura de los “cachuchos”; el hombre que descostraba a puro brazo, manejando machos de acero de veinticinco libras o grandes palas, en jornadas de diez horas.

Aquí se veía al “roto carretonero”, el que se iba por la huella de la pampa conduciendo su vehículo bajo un sol quemante y un polvo ahogador y cegador.

Este pampino, distante de la ciudad, trabajaba algunos meses con esfuerzo y heroísmo, y cuando “bajaba”, hacia de las suyas, gastaba en una noche rumbosamente los salarios de una semana, meses y años; apagaba toda la sed que tenía atrasada.

Pueda que este “roto” no exista hoy, pero vive en la tradición de lo que era un “roto pampino”, un “roto del norte”, atraído por lo que tenía de áspero, de huraño, de aplastante el desierto.

EL “ROTO MINERO”

El chileno es minero desde los tiempos en que enviaba a los incas del Perú tributos de oro y plata para conservarse libre. Prototipo del minero del Norte es el cateador, el que distribuía su tiempo entre cateos y cuidados de majadas de cabras.

Este minero chileno es un vagabundo de la soledad. Vive en el destierro y es un hijo del silencio, de la profundidad y de las alturas; altura que muchas veces se la disputa a los cóndores.

Este minero pasa el tiempo cerro adentro, en desolación de hondonadas o de profundidades silenciosas, y creyendo en los espíritus, pactos, aparecidos, ánimas y varillas virtuosas.

Tanto en el Norte Grande como en el Norte Chico, se da cita con la Virgen de su devoción, contándose por siglos la Virgen de Andacollo, con la cual convive tres días haciendo música y danzas en torno de ella.

Mineros éstos que trabajaron en Chañarcillo, descubierto en 1832 por Juan Godoy Normilla, arriero y leñador. El mineral de plata de Chañarcillo fue la “California Chilena”, que hizo surgir a la provincia de Atacama y a Chile, ya que mil millones de pesos representó la explotación del mineral en menos de treinta años. Este mineral conoció esforzados mineros cuyo empuje se vio en la actuación, después, del batallón “Atacama” formado por mineros de Copiapó y Coquimbo.

A la aventura minera de California, Chile aportó treinta mil hombres en cinco años; éstos fueron a la vez fundadores de calles que llevan nombres de próceres y forjadores del progreso de Chile (Cochrane, Bulnes, Matta, Ossa, Alessandri, Waddington, Wheelwright) y nombres de ciudades chilenas (como Valparaíso y Constitución).

En 1872 fue descubierto, en Caracoles, uno de los minerales de plata más famosos del mundo, el cual agrupó a una población de veinte mil habitantes, con un servicio de locomoción a cargo de mil quinientas carretas, arrastradas por doce mil mulas.

No se habla del minero, ese trabajador de las plantas mecanizadas de hoy, como Chuquicamata, mineral que está a tres mil metros de altura sobre el mar y es uno de los más grandes del mundo: diez toneladas de pólvora es algunas veces una carga para agrietar la montaña; no se habla de los trabajadores en el Volcán Aucanquicha (Ollagüe), donde están las faenas de explotación de azufre más altas del mundo, seis mil seiscientos metros; de Potrerillos, que se encuentra a tres mil metros sobre el nivel del mar, donde máquinas potentes laboran el cobre y chimeneas gigantes de 200 metros de altura humean incansablemente; y de las plantas modernas como El Teniente, que recuerda con su nombre a un teniente español, el cual, huyendo hacia la Argentina, encontró ese mineral: o Sewell, nombre que evoca a un gran minero inglés (1818-1820) que impulsó la minería. Intencionalmente, no se habla de estas usinas, que se mueven como el más perfecto engranaje, donde el hombre casi desaparece y resulta todo una obra de magia.

Se está mirando hacia Chañarcillo, Las Animas, El Morado, Carrizal, Remolinos, La Jarilla, Andacollo, Brillador. La Higuera, Tamaya y cien más ricas minas, como Dulcinea, una de las más profundas del mundo, con más de mil metros de hondura.

            Se está mirando hacia el pasado, cuando la mula era obediente a la voz del arriero y emprendía jornadas de siete a diez leguas con su carga de metales en cada costado. Las mulas marchaban en “tropas” de doscientas a trescientas, al mando de un capataz; cada tropa estaba dividida en “piaras” de diez mulas, a cargo de arrieros.

Se habla del tiempo del trabajo a brazo, cuando los mineros laboraban a “combo” o cuando los “apires”, los ascensores humanos, conducían el mineral desde el fondo de la mina a la superficie. Los metales eran sacados en capachos de cuero, pesaban noventa kilos y los consideraban livianos, extrayéndolos de ochenta metros de profundidad por escalas a pique que estaban construidas con travesaños o calados hechos en el mismo mástil.

Se está mirando a los tiempos en que se explotaban los minerales usando los procedimientos más primitivos, que iban del “pirquén” con extracción a hombro al malacate de fuerza animal.

Se está hablando también de ese minero que horada en las sombras de las minas de carbón en la zona de la hulla, Penco, Lota, Coronel y otros puntos de la bahía de Arauco; Loreto en Magallanes. En estas minas, las galerías se internan kilómetros bajo el mar, y el gas grisú y la silicosis son la amenaza permanente que soporta este trabajador.

EL “ROTO CARRILANO”

“Carrilanos” se llamaron primeramente los peones que trabajaban en levantar los terraplenes, abrir los cortes y horadar los socavones de la línea férrea; peones que en tales trabajos ganaron fama de ser los más esforzados y aguantadores del mundo (y en esto no hay la más leve exageración). De ahí es que “carrilano” haya venido a ser sinónimo de “roto desalmado”, con sus puntos de ladrón, sus ribetes de forajido y su lengua gruesa que hizo nacer la “carrilana” enorme disparate de hombre solo.

Todo el “rotaje” se hizo “carrilano” en los primeros tiempos del ferrocarril en el país, hasta el punto de angustiar a la agricultura. Los peones se volvían jornaleros con mayor pago y sumado a esto el aliciente de la vida libre y aventurera del “carrilano”, donde el juego llenaba sus horas y se “despellejaba” jugando al monte.

El “roto” chileno fue el primer “carrilano” en la parte occidental de la América del Sur, al construir el ferrocarril que se inauguró en el año 1851, cuya línea férrea arrancó desde el puerto de Caldera a Copiapó.

El “roto carrilano” cruzó de líneas ferroviarias el país; tendió durmientes de pellín por desiertos, salares, pampas selvas impenetrables, montañas y cordilleras, luchando contra los vientos, la lluvia, el frío y la nieve.

El ferrocarril en Chile se distingue por los atrevidos trazados en la Cordillera de los Andes; por los furiosos ríos que ha tenido que vencer, que le exigieron puentes colosales; o por los grandes túneles, para evitar una ascensión, o por la altura, como en Collahuasi, donde se encuentra la línea férrea más alta, cinco mil cien metros.

Estas cuadrillas de “carrilanos”, que muchas veces sufrieron la falta de agua y alimentados sólo con la gran “porotada a la chilena”; este “roto” obrero o capataz, trabajó como el mejor, como el seleccionado en los equipos de “carrilanos” en el Perú y en los Estados Unidos de Norteamérica, a dónde fue invitado por los ingenieros y técnicos que lo vieron trabajar aquí: técnicos como Juan y Mateo Clark, que idearon la instalación del telégrafo trasandino y la construcción de un ferrocarril que atravesara la cordillera; William Wheelwright, el norteamericano que trajo a Chile los primeros barcos a vapor y que construyó el primer ferrocarril de América, entre Caldera y Copiapó, y Enrique Meiggs, famoso empresario norteamericano.

Estos hombres fueron los que exaltaron los méritos del “carrilano”, como se le llama, desde 1851, cuando avanzaban de tramo en tramo con sus mujeres y su prole, hasta con sus rancheríos que llegaban a formar poblaciones.

Hoy es ferroviario y “tiznado”: fogoneros y maquinistas. Ser ferroviario es saber de la intemperie, no conocer horarios ni festivos. Es estar vigilante sobre la línea y fuera de ella, allá en los puentes, en los túneles, las alcantarillas, los cortes y los terraplenes. Es vivir invierno y verano resguardando la ruta que siempre debe estar despejada, y es trabajar en la Casa de Máquinas para atender el equipo que debe responder con rapidez y seguridad.

El ferroviario es hombre de esfuerzo y abnegación.

EL “ROTO CARGADOR”

Este tipo está representado por el “roto” de los puertos, el que se sangraba las espaldas, antes de la construcción de los molos de atraque; el que descargaba los lanchones llevando la mercadería hasta los almacenes aduaneros a “puro hombro”; por el cargador de la Vega o de los mercados del país, con su saco a cuestas, con sus rumas de cajones en la cabeza, su garbo marcial, su andar rápido, sus pies semidescalzos, formando un conjunto de fuerza, equilibrio y gracia. Su figura “cañí” y “juncal” tendría mucho de prestancia andaluza, ya que va rematada con un clavel, que coloca siempre tras la oreja.

“Rotos” forzudos han ofrecido los minerales; hubo uno que con su “combo” dio más de trescientos golpes, sin descansar, sobre la roca que contenía el mineral.

Entre los hombres de “ñeque” que la tradición recuerda está el Sansón elquino y cuyo nombre era Teodosio Trujillo, que por allá por el año 1835 tuvo brillante actuación en los servicios policiales.

De entre estos “fortachos” se recuerda a Juan José Carrera, que detenía un coche sobre la marcha cogiéndolo por los rayos de la rueda o sacaba un caballo caído en un pozo tirándolo por las orejas.

Muy “mentado” es el caso de José Soto, luchador que se enfrentaba con siete contendores y que se “trenzó” en Valparaíso, en 1855, en una lucha romana con el francés Alfredo Charles. Dicen las crónicas que el nativo, con sus fuerzas de toro furioso, era un símbolo vivo de potencial de pueblo.

En las salitreras, en las Oficinas, se llevaban a cabo apuestas de fuerza que eran un asombro. En la Oficina La Serena había un pampino apodado “El Mula”, que muchas veces cuando caía un animal cargado no se molestaba en aligerarlo de su peso, sino que lo alzaba con carga y todo. “El Mula” perdió la vida en un “mingaco” hecho para preparar un tiro grande. Con sus copas en la cabeza, no se retiró muy lejos al encender la media, sino que se alistó para recibir en brazos uno de los pedazos de roca que saltaron con la explosión. Desgraciadamente, la roca fue tan grande, que lo reventó contra el suelo.

Tales eran y son los hércules chilenos cuyas hazañas de fuerza muscular o de resistencia los hacen émulos de Caupolicán, que sostuvo un tronco en alto tres noches y tres días. Son la resultante del mestizaje araucano-español.

EL “ROTO BANDIDO”

Bandidos que formaban bandas de mil o dos mil hombres controlaban el país de cordillera a mar en la época posterior a la Independencia. “Rotos bandidos” defendieron la causa del rey, y estos mismos “rotos bandidos” después serían montoneros.

Fuertes expediciones no lograban destruir la banda que capitaneaba Miguel Neira y de la que era “segundo” Santos Tapia. Pero hay una palabra que seduce a los bandidos: REVOLUCIÓN. Neira y muchos de sus fieles gustan poseer un uniforme de oficial. Les apasiona el exterminio de los godos. Desean cabalgar junto a los precursores de la Independencia.

Uno de ellos pertenece ya a las montoneras de Manuel Rodríguez. Este emisario propone que todas las bandas que operan dispersas en Colchagua deben unirse en pro de la causa de la Independencia. Neira, como hijo de esta tierra, se pone al servicio de la patria. Habría que asaltar ciudades...

Neira y Rodríguez se entienden: uno representa el valor y el otro el conocimiento del terreno. Rodríguez, acaso soñando con la regeneración definitiva de su temible aliado, lo recomienda a los jefes patriotas, en especial al Capitán de los Andes.

José de San Martín alienta a Neira en la tarea de hostigar y distraer las fuerzas del ejército español. Miguel Neira recibió como obsequio de su "grande amigo” un traje de oficial del incipiente ejército patriota.

Las montoneras saquean e imponen fuertes contribuciones de guerra.

En una emboscada, cae prisionero Santos Tapia y su cabeza es expuesta en una jaula, en el camino real.

Miguel Neira continúa en Colchagua como jefe único de las montoneras.

En tanto, don Ramón Freire, con doscientos hombres, realiza verdaderos milagros por esas tierras. Busca aumentar sus tropas con las montoneras. Neira se une a él. Pero el maldito instinto no lo deja en paz. La disciplina no se ha hecho para él. Neira se entendía mejor con la audacia de Manuel Rodríguez y muy mal con el cálculo del hombre de armas, Ramón Freire.

Neira efectúa por su cuenta algunas expediciones. No distingue la diferencia que hay entre asaltar al hispano rico o al flamante patriota en camino de serlo. Las quejas llegan hasta Freire, quien dicta una orden por la que impone la pena de muerte al que, faltando a la disciplina, efectúe algún atraco.

Neira piensa que la orden no reza con él; la misma noche en que se publica el bando asalta una casa en los extramuros de Talca. Y cuatro tiros epilogaban después la vida de un hombre que luchó por la Independencia. Un hombre que mereció ser llamado por San Martín “mi querido amigo”.

Los famosos bandidos de los Cerrillos de Teno, los “pela-cara”, después de las guerras civiles, en las cuales, actuaron como soldados y montoneros, volvieron a su vida de salteadores, ya se llamaran Diego Badilla, el bandido caballero, o Paulino Salas, el “Cenizo”.

Bandido fue el “roto” que peleaba en la frontera contra los araucanos y que más de una vez no recibió su sueldo y, trampeado en sus pagos, venía a la capital y hacía exclamar: “¡Ya vienen los rotos de la frontera!” ¡Eran temibles sus fechorías!... Pero sea como fuere, era justa su petición.

El “roto” aventurero emigró a San Francisco de California y vivió en grupo para defenderse de los ladrones. Pero allá imperaba la ley del más fuerte, y ante los crímenes y asaltos a sus campamentos, los “rotos” se opusieron a puro “corvo” contra las bandas de forajidos llamadas “galgos”, y por defenderse de ellas” a los “rotos” los clasificaron como bandidos. Refiriéndose a estos “rotos” en California, “El Eco”, de San Francisco, 1880, decía: “Eran diablos vomitados del infierno en otro infierno peor; y han dejado un recuerdo imborrable de su pujanza y bravura”.

Cuando los llamaron a defender la patria, movilizándolos del campo y del presidio, estos pumas chilenos se batieron como los leones de Castilla; fueron excelentes soldados; unos murieron y otros siguieron su destino.

El batallón “Santiago”, que se cubrió de gloria en Chorrillos y Miraflores, había sido integrado con todos los reos de la cárcel, y ellos formaron un río caudaloso y avasallador.

Pero al terminar la guerra se les informó que deberían ingresar a las cárceles a cumplir el resto de sus condenas. No aceptaron “el pago de Chile”. Enardecidos con tamaña ingratitud, optaron por armarse, organizarse y vivir al margen de la ley. Prefirieron ser “rotos bandidos”, “salir al camino”. Y estos hombres fogueados en acciones de guerra fueron salteadores que llevaban bajo el poncho el “choco” y su “corvo”. Una injusticia los “echó al camino”, con un profundo rencor social; por eso, para el pueblo no eran bandidos, sino vengadores enconados que odiaban al rico, al explotador y hasta a la misma justicia.

Un bandido con prestigio romántico desde 1860 a 1890, Ciriaco Contreras, termina después sirviendo la causa de Balmaceda.

La piedad popular los llevó al romance y a decir qué siempre amaban al pobre; y aunque hubieran caído matando, no les faltaba la pequeña casucha para su “animita”, en la que había velas encendidas, demostraciones evidentes de la simpatía colectiva que siempre se ha movido a su alrededor.

 

Nota de la hija del autor

Ateroma.- Acumulación local de fibras y lípidos, principalmente colesterol
Cañí.- De raza gitana
Quichua.- Variedad de quechua que se habla en Ecuador
Yanaconas.- Se dice del indio que estaba al servicio personal de los españoles en algunos países de la América Meridiona

 


© SISIB - Universidad de Chile y Karen P. Müller Turina